Para mi bolo.
No puedo asegurar que lo que estoy a punto de contarles sea verdad, aunque se trate de mí mismo, me sería imposible afirmarlo, mi vida es un cúmulo de historias que cuentan los demás, que va tomando forma cuando alguien más recuerda lo que yo era hace tiempo, que poco a poco se va vislumbrando. Así como un rompecabezas, yo soy esa imagen que debe formarse pero que no puedo ver hasta que se llene de piezas, cada una de esas piezas es un año rezagado, así junté sesenta y nueve. Es así que lo que van a leer, en realidad no se los contaré yo, serán las personas que me conocen desde siempre, que estuvieron a mi lado desde el inicio, que a pesar de todo, nunca me dejaron, serán todos ellos quienes lo hagan a través de mí.
Todo fue completamente negro, antes de eso mi visión desenfocaba, antes de eso el mareo se volvía más fuerte, mucho antes de eso yo era un gran cineasta, uno de esos a la antigua, amante del 35 milímetros y las historias verdaderas, un coleccionista de emociones… y unos años antes de eso, conocí al amor de mi vida.
Casi todas las historias que conté en mi vida hablaban de Antonieta, cada vez que fuimos al cine a ver una de mis películas, ella reconocía ese detalle con el que yo le guiñaba el ojo, siempre volteaba a verme con los ojos cristalinos y me daba un beso en la mejilla, como diciendo “gracias”.
Aquellos besos se volvieron mi vicio, sus besos junto con su manera de vestirse saliendo de la ducha, sus besos junto con el olor de sus desayunos, sus besos junto con su manera de cuidarme, de mirarme, de amarme. Ella fue ese vicio que nunca pensé en dejar porque lo necesitaba más que el aire.
Así que todo fue completamente negro, me desvanecí frente a un público que estaba ahí para escucharme hablar, después de eso Antonieta lloró, después de eso el doctor peleó contra mi enfermedad, mucho después de eso logré despertar. Antonieta estaba ahí frente a mí, me veía directo a los ojos y sonreía porque yo al fin los estaba abriendo, la miré fijamente, así tardé unos minutos, no la reconocí.
No recordé su nombre, sus manos o las arrugas de su rostro que antes me eran tan familiares, no recordé nuestras historias, sus besos, ni el día de nuestra boda, no recordé nada. Ese día descubrí a una mujer que me era ajena, pero que lloraba por mí, que ponía toda su esperanza en un doctor que no podía hacer nada, que se lastimaba el corazón cada vez que recordaba que yo ya no iba a recordar.
Encontré todas las fotos cuando regresamos a casa, las de mi padre, las de mi cumpleaños treinta y tres, las de aquel viaje a Salou. Un día después Antonieta me hizo el desayuno, una semana después me dejó ver cómo se vestía saliendo de la ducha, unas horas después de eso me volvió a besar.
Empecé a leer desde la primer página, reconocí los puntos y las comas, la manera de escribir, pero no las historias. Antes del accidente escribía en ese gran cuaderno todos los días, leí lo especial que eran para mí las cosas simples de la vida, el color azul de las calles cuando ya se metió el sol, las hojas secas tapizando el suelo en otoño, los besos de Antonieta. Estaba tan inmerso en aquel cuaderno que no escuché cuando ella entró.
Una luz blanca llenó el cuarto, yo volteé pero no pude ver nada, escuché un sonido que por un momento me hizo sentir en el pasado, las lámparas del cuarto se apagaron y las cortinas se cerraron, y cuando por fin pude ver, en la pared empezó a aparecer algo. Reí, lloré, me emocioné, me entristecí y me volví a enamorar, mis ojos veían con ilusión a través del agua que había en ellos, mis labios no pudieron contener las impulsivas carcajadas que se escucharon en toda la casa, mis manos apretaban fuerte de vez en cuando y mi corazón se aceleró para el final de la historia. Acabó la proyección y apareció mi nombre en aquella pantalla improvisada, después al proyector se le acabó la película y Antonieta prendió la luz. Me quedé sin palabras, por fin las lágrimas que había en mis ojos cayeron por el costado de mi rostro, la miré y no lo podía creer, ella sólo me sonrió, pensé por un momento lo dichoso que era yo, el hombre que no recordaba su infancia, su primer hogar, o el nacimiento de sus hijos, el hombre que olvidó cómo cocinar y también los lugares que visitó, pero también el único hombre que fue artista y después vivió ese arte como ajeno, que sintió la emoción de su propia película como si fuera de alguien más, soy el único hombre que lloró genuinamente con su propia historia. Me levanté y me acerqué a Antonieta, la tomé de las manos y la abracé fuerte, después de unos momentos puse mi rostro junto al de ella, cerré mis ojos y le di un beso en la mejilla, como diciendo “gracias”, fue largo y sincero, y volvió a ser especial, como los desayunos, como su cuerpo saliendo de la ducha, como su manera de cuidarme. Y ella entendió cuando sintió mis labios en su piel que su alma debía sanar, que la volví a amar aunque no la recordara, porque el amor no se guarda en la mente, está en el corazón, y finalmente, que seguimos siendo los mismos apasionados, los mismos ancianos soñadores, los mismos que vivimos todas esas viejas historias, sólo que ahora las podemos reescribir, nos podemos volver a enamorar…